Del bit al robot
El discreto encanto de la computadora

La inteligencia artificiosa

Reconocimiento de patrones: de una montaña de datos aparentemente desordenados se extrae información

      Tecleamos una frase y, en cuestión de segundos, el conversador automático (tipo ChatGPT) presenta un texto perfectamente redactado. Parece magia, pero no lo es. Tras la pantalla corre un software que, previamente, ha digerido muchas frases, palabras y letras —Internet es una mina infinita— ha reconocido en ellas las relaciones permitidas por la lengua y, tras abundantes cálculos probabilísticos, responde con una selección coherente de letras, palabras y frases como si de un escribiente humano se tratara. Además, la computadora aprende de los propios resultados, de manera que la experiencia acumulada contribuye a mejorarlos.

      Al conjunto de estas tres acciones del software —rastreo de datos, reconocimiento de relaciones y aprendizaje automático— se conoce como Inteligencia Artificial (IA). En el fondo es pura ciencia: es lo mismo que hace un científico cuando investiga un fenómeno: observa, toma nota de los datos que lo representan y descubre relaciones y patrones entre ellos; además, la experiencia es un valor.

      No es una tecnología muy nueva, pero aplicada al lenguaje natural —tal como escribimos y hablamos— abre un horizonte para la comunicación y para prácticamente todas las áreas del conocimiento, puesto que lo que nos distingue de los animales es el lenguaje, un lenguaje con el que contamos historias y sin el cual seríamos como mandriles. Por tanto, la ambición de la IA de manejar este código esencial supone un salto cualitativo de la digitalización, la última frontera en su afán de simular las actividades humanas y, en particular, las actividades creativas.

      Hace tiempo que la IA se aplica en variados ámbitos científicos e industriales, pero su aplicación en la generación y la comunicación de textos e imágenes es otra historia, una historia que trasciende la tecnología y cuestiona algunos aspectos esenciales de la condición humana como la cognición, el raciocinio, el juicio, las emociones…

      ideamática


      Ars Magna
      Ramon Llull, 1317

      La primera iniciativa de un sistema para generar frases coherentes a partir de palabras se debe al misionero balear del siglo XIII Ramon Llull. Con objeto de diseminar el cristianismo a base a convencer con argumentos en lugar de vencer con armas, Llull creó un sistema llamado Ars Magna que incluía un dispositivo móvil con unos círculos concéntricos en los que se indicaban unos principios —bondad, grandeza, eternidad, poder, sabiduría…—, unas relaciones entre ellos —concordancia, diferencia, igualdad…— y una serie de reglas para manipularlo; al hacerlo, el ingenio daba lugar a nuevas ideas sobre Dios.

      Más allá de su religiosidad, el Ars Magna y los variados documentos que Llull dejó escritos constituyen un clamor por la tolerancia y el diálogo entre las culturas, un clamor que resiste el paso del tiempo como pocos. Así que, puestos a nombrar un patrono de la IA, este papel podría corresponder a Llull.

      Unos siglos más tarde, el filósofo/científico alemán Gottfried Wilhelm Leibniz retomó el método, pero lo aplicó en ámbitos más mundanos. Desde entonces, el sueño de un metalenguaje con el que entenderse pervive en la filosofía. Leibniz también fue el primero en construir una calculadora mecánica (junto a Blaise Pascal), así que podría ser otro patrono, en este caso, de la computación en general.

      Tras un tiempo en el limbo filosófico, el Ars Magna y derivados pasaron a ser una posibilidad factible con la aparición de las primeras computadoras, en los años 1940. En seguida se les llamó ‘cerebros electrónicos’, una percepción que resultó muy fecunda, en particular durante una primera época, para la fantasía y la ciencia ficción.

      En los años 1960 se produjeron grandes avances en materia de teoría de la computación; este ambiente dio luz al término ‘Inteligencia Artificial’, así como a un intenso debate sobre sus posibilidades, el mismo debate al que ahora asistimos aunque con mucha mayor relevancia.


      Eliza
      Versión en español ejecutable: DeixiLabs

      De aquel debate queda para la historia Eliza, el primer conversador automático. Eliza simula un psicoterapeuta y ofrece un diálogo con cierta verosimilitud. En realidad, era una ironía sobre el alcance limitado de este tipo de técnicas.

      En los años 1980, el debate de la IA renació con otro software significativo, Deep Blue, capaz de vencer a grandes maestros internacionales en el juego de ajedrez. Deep Blue analiza miles de jugadas en adelante —mucho más allá que un jugador humano— y, así, calcula cuál es la mejor en un momento dado. Se basa pues en cálculos masivos, y constituye una brillante demostración de ‘fuerza bruta’ computacional, la misma que caracteriza la IA.

      Como en toda la historia de la tecnología, los primeros en tomar ventaja del invento y empezar a aplicarlo fueron los militares. Del triplete de la IA —rastreo de datos, reconocimiento de patrones y aprendizaje automático— el más útil para la inteligencia militar (otro oxímoron) es el reconocimiento de patrones. Hace décadas que la técnica se perfecciona; los drones que abundan en las guerras actuales son consecuencia directa de este desarrollo pionero; son una muestra de la legión de ‘killer robots’ que la industria militar oferta actualmente, lo último en el camino hacia la robotización de las guerras.

      El siguiente cliente histórico de la IA fue la banca. Dinero y computación casan a la perfección, y la IA es un método que permite, por ejemplo, conceder o no un préstamo según la historia del prestatario. Con ello empezaron las amenazas a la privacidad de las personas, unas amenazas que, desde entonces, no cesan de incrementarse con la digitalización de los usos y costumbres de la gente a través de las redes sociales.

      Estos dos motivos, la capacidad predictiva por un lado y la amenaza a la privacidad por otro, constituyen dos caras muy significativas, a modo de ying-yang, de la IA contemporánea.

      motor del saber

      Con la potencia creciente y la interconexión de las computadoras, el software de IA, muy evolucionado con el paso del tiempo, es actualmente aplicable en cualquier campo del conocimiento del que se dispongan datos, cuantos más, mejor.

      La cualidad predictiva de la IA permite, por ejemplo, estudiar sistemas muy complejos como el clima. No es posible un modelo analítico del mismo, pero de la revisión de su pasado y del reconocimiento de pautas en él puede deducirse su comportamiento futuro y, con ello, ofrecer pronósticos mucho más certeros.

      La gestión de las ciudades, la administración, la justicia… hay múltiples áreas de lo público que pueden beneficiarse de estas técnicas y, en particular, de su capacidad predictiva.


      Imagen IA ganadora de un concurso de fotografía
      Su autor, Boris Eldagsen, confesó el truco y rechazó el premio (2022)

      El revuelo ocasionado por la IA ha sembrado la idea de que la IA es cosa de grandes depositarios de datos, como los buscadores Google, Bing…, pero en realidad es aplicable en todo tipo de organizaciones, basta con que dispongan de su historia digitalizada. La IA tampoco tiene porque ser un software caro; para bases de datos pequeñas y medias, hay paquetes IA asequibles, incluso los hay gratuitos.

      En cuanto a los beneficios directos para las personas, la IA promete, sobre todo, grandes avances en sanidad y medicina. Las bases de datos médicas —resultados de pruebas, historiales, imágenes…— son una mina. La IA permite, por ejemplo, la detección temprana y precisa de enfermedades, así como el diseño de proteínas con funciones específicas. También acelera el proceso de descubrimiento y desarrollo de medicamentos; las vacunas de ARN mensajero, tan decisivas durante la pandemia de la COVID-19, habrían llegado mucho más tarde sin la ayuda de la IA.

      De manera que, como culminación de la informática, se podría decir que la IA es a la información lo que la fisión nuclear es a la energía. Curiosamente, la IA cuenta también con protagonistas similares a Robert Oppenheimer que advierten de los peligros de su invento; a diferencia del autèntico Oppenheimer, sin embargo, este tipo de agoreros de la IA no parecen fiables, ya que están directamente implicados en el gran negocio desatado.

      Pero el hecho es que, para la computadora, los datos no llevan asociado ningún atributo, tanto da que representen trayectorias balísticas, finanzas, huracanes, radiografías o declaraciones de amor. En el interior de una computadora, los números (conjuntos de bits) no conllevan ningún significado; por tanto, cuando se trata de manejar el lenguaje natural, la computadora no entiende nada de lo que dice.

      mente prodigiosa


      Animales sintientes
      ‘Canciones de la ballena jorobada’
      Grabación histórica de Roger Payne (1970)

      En asuntos de la mente, se distinguen dos tipos de cualidades: la sapiencia —el razonamiento y el pensamiento complejo— y la sintiencia —la capacidad de tener sentimientos—. Ambas se atribuyen a los animales en diversos grados, pero los humanos (se supone que) sobresalimos en ellas. Pues bien, la IA permite simular cierta sapiencia, pero tiene muy poco que hacer con la sintiencia.

      Nadie sabe como digitalizar los «temores y sueños, esperanzas y penas, ideas y creencias, intereses y dudas, pasiones y envidias, recuerdos y ambiciones, ataques de nostalgia y riadas de empatía, destellos de culpa y chispas de genio», como describe bellamente el científico y experto en la materia Douglas Hofstadter.

      Los textos que genera la computadora están intrínsecamente desprovistos de significado y de todos los matices que comporta el lenguaje. Los modelos de la IA manejan las relaciones de las palabras unas con otras, pero no saben nada de cómo esas palabras se relacionan con el mundo percibido por nuestros sentidos, una clave del lenguaje. No hay inteligencia sin las señales procedentes de los sensores del cuerpo —ojos, oídos, piel… Sin cuerpo, no hay alma.


      Circuitos de un fragmento del cerebro humano  

      La distancia entre lo natural y lo artificial se hace todavía más abismal cuando se considera el hardware que hace posible la inteligencia, es decir, el cerebro. Un cerebro humano contiene unos 100 mil millones de neuronas, una red que se complementa con otras 500 millones de neuronas repartidas, en particular, en los intestinos (!), así como un fabuloso entramado electroquímico que la sustenta. El neurocientífico David Eagleman apunta que las células del cerebro están «conectadas entre sí en una red de una complejidad tan asombrosa que quiebra el lenguaje humano y necesita de nuevas variedades matemáticas», y añade «hay tantas conexiones de tejidos cerebrales en un solo centímetro cúbico como estrellas en la Vía Láctea».

      De manera que el software y el hardware de la IA no tienen nada que ver con el software y el hardware de la inteligencia natural; en consecuencia y en el ámbito creativo, sus productos son y serán diferentes y, con mayor o menor esfuerzo, distinguibles. Toda profecía de humanización de la sintiencia calculada es absurda y forma parte de una tecnocultura, muy asociada a las computadoras, en la que abunda la trivialidad. Como dijo el violoncelista Pau Casals «El hombre ha creado muchas máquinas, complejas y astutas, pero ¿cuál de ellas rivaliza realmente con el funcionamiento de su corazón?»

      Pero este hecho no invalida las notables ventajas que los oficios creativos pueden obtener de la IA. Guionistas, documentalistas, periodistas, ilustradores, dibujantes… pueden encontrar en ella un formidable asistente, un potente ‘sugeridor’ de contenidos.

      En cuanto a la calidad de los productos textuales o visuales generados por la IA, resulta aceptable para un público de gustos convencionales, pero es necesariamente inferior a la de los contenidos genuinamente humanos; de hecho, con la IA generativa como (limitada) competidora, las obras ‘naturales’ adquieren (o adquirirán) un valor añadido.

      en juego, la libertad

      Por otro lado, la capacidad predictiva de la IA dibuja un amplio horizonte para los ávidos mercaderes de la comunicación, un futuro en el que está (más) amenazada la privacidad de las personas.

      No se sabe cómo ni dónde se engendran la sapiencia y la sintiencia —el alma— de una persona, pero los medios audiovisuales tienen como objetivo influir en ella. No se conoce su naturaleza última —para muchos, el alma es una entidad metafísica—, pero es posible estimularla. Como diana de la comunicación potenciada por los generadores automáticos, el tema resulta especialmente preocupante, ya que la IA es un instrumento idóneo para la creación masiva de contenidos que pueden informar falsamente y condicionar las opiniones de la gente. En este sentido, supone un peligro para las democracias.


      Reconocimiento de caras
      China, a la vanguardia

      Otro problema de la IA aplicada al lenguaje natural es que su origen y desarrollo pertenecen a una tecnoélite de profesionales altamente formados en tecnología aunque, digamos, más bien poco en humanidades. Es demasiada responsabilidad privada para un asunto tan trascendental, lo que añade urgencia al imprescindible control público.

      La tecnología nuclear no fue la última tecnología globalmente peligrosa inventada. Desde entonces, el tema de las consecuencias catastróficas de determinadas tecnologías ha surgido en diversos campos de la ciencia: ADN recombinante, virus sintéticos, clonación, nanotecnología… Afortunadamente, la razón ha prevalecido y ha dado lugar a protocolos internacionales —no siempre compartidos— con la voluntad de orientar la investigación bajo ciertos principios éticos; cabe esperar que la IA aplicada en la vida personal y social sea regulada en esta dirección.

      El bueno de Ramon Llull, precursor del invento, escribió que su Ars Magna debía servir para «desterrar todas las opiniones erróneas» y «alcanzar la certeza intelectual despejada de toda duda». Que así sea para la IA de las palabras, una suerte de Ars Magna de nuestro tiempo.