Del bit al robot
El discreto encanto de la computadora

Juegos

'Myst' (Robyn & Rand Miller, 1993)

      Dio la orden y se produjo el estallido. Sobre el pequeño planetario volaron hacia todas direcciones diversos pedazos de roca que al rebotar sobre las paredes se rompían para provocar una lluvia de proyectiles cada vez más peligrosa. Robin había solicitado un grado de fragmentación inicial bajo, solo seis. Quizá por eso supo esquivar las primeras andanadas sin dificultades, supo prever los impactos a tiempo. Sin embargo, en la tercera generación de rebotes, un trozo de diorita alcanzó de lleno su tórax. Eso hizo perderle varios puntos porque aquella era una lesión lo bastante grave para paralizar los mandos durante tres segundos.

      Al terminar la penalización, Robin vio venirse encima un canto puntiagudo y no tuvo más remedio que protegerse en el interior de una cámara de acero. Con ello malgastó buena parte de la energía de las baterías, y cuando retomó las palancas notó que los tiempos de respuesta eran más largos.

      Robin terminó la partida con un solo pulmón, un brazo del que colgaba la mano, un trozo de cadera viajando a lomos de una de las piedras y la parte derecha del occipital completamente destrozada. Estuvo a punto de detenerse a esperar la puntuación obtenida, pero la imagen del desastre sobre su cuerpo no le dio ánimos para hacerlo.

      Abandonó el asiento con paso escéptico, sabía lo que el parque solía depararle y la dificultad creciente de encontrar en él alguna sorpresa.

       



      ‘Spacewar!’ (Steve Russell, 1962)

      Vio a lo lejos el rótulo burbujeante de araña maníaca y decidió probar de nuevo.

      Pagó con su tarjeta y comenzó el juego. La araña parecía a veces perder el juicio y construía la red sin ton ni son; contra aquellos desvaríos había que dar los ángulos correctores. Robin, sin mucho entusiasmo, acertó pocas veces en los cálculos.

      Al poco rato era difícil encontrar alguna armonía en los polígonos concéntricos dibujados. Sobre la pantalla quedó al final un enredo de trazos que parecía la tela de una araña alucinada. Robin fue notificado de su posición entre los jugadores, la 63, y aceptó sin importarle que nunca iba a moverse del grupo de medianía.

      Algo descorazonado por su mala actuación, Robin decidió que le convenían los simuladores mecánicos, juegos que le hicieran pensar y calcular poco.

      Vio a lo lejos el cartel anunciador de tío-vivo en el que se leía ‘No recomendable para estatocistos inestables’.

      No tuvo que esperar mucho tiempo a que un asiento quedara libre. Conectó un electrodo sobre cada hueso temporal y uno sobre la frente; a un cuarto lo embutió en las fosas nasales. A la pregunta que la pantalla formuló ‘nivel de fuerza centrífuga’, Robin contestó ‘4’, él no era de los que hacían del tío-vivo una causa de mareo. En cuanto al paisaje tecleó ‘vista sobre el parque’, que era la panorámica más alejada de él.

       



      ‘Pac-Man’ (Toru Iwatani, 1981)

      Al instante empezó la sensación de movimiento. El cuerpo de Robin se desplazó hacia un lado y acto seguido hacia el otro, a Robin le agradaba hacer el recorrido en círculos zigzagueantes. Uno de los ejes de giro lo puso sobre la torre de control del parque, precisamente sobre la antena de comunicaciones. Luego hizo coincidirlo con la aguja del reloj antiguo que se erguía en medio de la plaza central. Los círculos cambiaron de plano segundo a segundo provocando un efecto curioso; tanto, que Robin no advirtió que en cierto momento el círculo sobre el que rodaba era perpendicular al suelo.

      La pantalla oscureció. A continuación apareció un mensaje de letras rutilantes: ‘Choque. Coloque los centros y los planos de las circunferencias en lugares adecuados, por favor’.

      Robin sabía que otra imprudencia liquidaría su partida, así que optó por eludir obstáculos levantándose hasta el punto más alto del parque: el enorme foco que lo iluminaba. Durante unos minutos se dejó mecer sobre el mismo plano, lo que le dio tiempo a contemplar el panorama. Después de la torre de control, la construcción más alta era el Centro de Mantenimiento, donde cuidadores de especialidades distintas a la de Robin atendían el tumulto de atracciones. Por las ventanas abiertas de un edificio metálico se veía trabajar a los diseñadores de juegos. Más de una vez habían encuestado a Robin sobre sus preferencias, pero él eludía las respuestas.

      Desde su asiento en rotación Robin vio los carteles casa en desorden y ladrón de coches, juegos a los que nunca había prestado atención.

      Puso después el centro de giro sobre una enorme salchicha, pero le vino un olor que le desagradó. Vaya, se dijo, estos juegos son cada vez más perfectos. Desplazó con brusquedad la trayectoria y fue a parar a una pista de aterrizaje. El olor a fritura de alga desapareció, pero Robin tuvo poco tiempo para rodar sobre aquella pista. La pantalla avisó: «Su partida termina, si hace otro pago sabré divertirle de nuevo».

       



      ‘Tetris’ (Alexey Pajitnov, 1984)

      A su lado, Robin vio tobogán submarino pero desistió de jugar porque la sensación de mojado le molestaba. Ante carrera rasante tuvo que esperar unos minutos a que otro jugador consumiera su partida, lo que permitió a Robin aprender algunas cosas: no había que dejarse impresionar demasiado por las solfataras de ácido, el radar exageraba al detectarlas. Además, podían esquivarse mediante una breve maniobra sobre el giroscopio. Lo único peligroso era que el chorro diera de lleno en el vagón. En cuanto a las depresiones del terreno había que apurarlas al máximo, eso daba buenas puntuaciones.

      Robin mantuvo una buena altura durante unos minutos, pero una zona de radiación produjo una distorsión en el radar que dio al traste con su marca personal: no tuvo tiempo de evitar una corriente térmica que lo elevó a más de treinta metros sobre el suelo pantanoso. Con una ascensión así ya no obtendré un buen tanteo, se dijo Robin. Entonces dejó libres los mandos y retiró los pies de los pedales. Mientras abandonaba el asiento, vio como su vagoneta se hundía en una montaña de residuos.

      Cada vez peor… No lo pensó como lamento ante sus bajas puntuaciones, en realidad este era un pensamiento que le venía a menudo en sus paseos por el parque, incluso cuando los resultados de las partidas eran buenos. El parque era toda su diversión, como lo era para todos; sin embargo, constataba otra vez que llevaba más de una hora allí y que nada había conseguido extirpar su aburrimiento.

       



      ‘Super Mario Kart’ (Shigeru Miyamoto, 1992)

      En realidad, los buenos juegos, los grandes juegos, duraban poco tiempo. En cuanto se cernía la censura sobre ellos, desaparecían del parque; cada vez era más difícil encontrar un juego interesante.

      Robin recordó uno que había motivado una espectacular operación de rastreo para dar con sus responsables. Luego Robin supo que la ley contra los alteradores se aplicó con especial rigor sobre ellos.

      Era un juego de manipulación genética y podía construirse un ser. El único problema -precisamente la gracia del juego- era que todas las cualidades programadas tendían a desvanecerse a medida que la criatura crecía, un crecimiento que se simulaba a razón de medio minuto por año. La habilidad se demostraba seleccionando también las cualidades que podían contrarrestar aquellas declinaciones.

      Robin pasó muy buenos ratos con ese juego. Aprendió en él que la mirada no perdía intensidad cuando la memoria se hacía ancha; que la sonrisa y la alegría se mantenían mejor con buenas dosis de voluntad.

      En cuanto al cuerpo, Robin sabía que el afán de vivir era un buen antídoto contra la fatalidad. Este impulso y una buena dosis de duda lo mantenían en buen estado durante largo tiempo.

      ¿Por qué tanta severidad, tanta propaganda contra los que fabrican los juegos que a mí me gustan?, se dijo Robin. Al notar complicidad con algo que sabía vedado, Robin volvió a preguntarse: -Seré yo acaso… ¿No estaré con mi afición convirtiéndome en un alterador?

      Esta perspectiva no le hizo mucha gracia. Sabía de casos que habían terminado francamente mal. Lo de Robin era un deseo inofensivo, y lo único que él quería era disfrutar de aquellos juegos prohibidos, prohibidos sin que él supiera muy bien por qué.

       



      ’Pole Position’ (Shinichiro Okamoto, 1983)

      ¡Máquinas viajeras!, esas son con las que ahora me gustaría jugar, exclamó Robin para sí. Por ejemplo, se dijo recordando, me gustaría jugar a confines del universo. En aquel juego ahora prohibido cabía la posibilidad de que la velocidad de la luz actuara como exponente, así que la nave era mucho más que un rayo. Se iba de una estrella a otra como dando saltos, y se podía viajar de extremo a extremo de una galaxia en pocos minutos. Robin solía accionar con precaución el potenciómetro del viento sobre el cuerpo porque ese viento, a veces, abrasaba. También se procuraba, nada más iniciar la partida, un ahumado intenso en las gafas, había astros que al estallar cerca generaban un fuego que dolía en la retina.

      Algo que agradaba especialmente a Robin era balancearse en la quinta dimensión. Cuando la nave entraba en un canal de temor, el cuerpo perdía toda su masa y caía, caía por un precipicio en completo silencio. Pese a todos los intentos, Robin nunca consiguió descubrir los límites del universo. Todas las puertas del destino que abrió no hicieron otra cosa que presentarle horizontes cada vez más amplios.

       



      ‘King’s Quest’ (Roberta Williams, 1984)

      Otro juego favorito de Robin, también desaparecido, había sido reto a los quarks. En este caso el viaje trasladaba a las profundidades del mundo subatómico. No era un viaje que proporcionara sensaciones físicas, pero no por más sutil era menos apreciado por Robin. Se trataba de reconocer a toda velocidad los quarks que aparecían de repente en una pantalla.

      Robin se sabía de memoria los nombres de los quarks que se agazapaban tras el átomo de Selenio. Eran encanto y suavidad, que solían venir acompañados de una aureola luminosa. Deseo, un quark azul, se presentaba junto al Tántalo, pero era fácil confundirlo con quimera, otro quark azul y grande. En cambio, Robin fallaba casi siempre cuando aparecía el Nobelio, un elemento mastodóntico que duraba décimas de segundo. Junto a él viajaban unos quarks de color rojo, de vida aún más breve. Eran amor y abrazo que se confundían entre sí y que a menudo se escondían tras otro quark más generoso en dimensiones: nostalgia.

      Alrededor de la molécula del Actinio, recordó Robin, saltaban de improviso unos quarks de colores diversos atravesados por un hilo finísimo de luz. Eran los sueños, un grupo de danzantes que aparecían y desaparecían; el juego consistía en identificarlos antes de desaparecer. Cuando esto sucedía el color de la pantalla perdía intensidad, parecía que iba a apagarse a causa de una disfunción microelectrónica. Robin deseaba siempre la reaparición de aquellos quarks, porque sin la chispa de su presencia todo parecía languidecer. Sabía, por ejemplo, que una cuadrilla de caricias revoloteando alrededor de un átomo de Lutecio presagiaba algo positivo. Los que los anunciaban indefectiblemente eran recuerdo y perla de lluvia, Robin se preparaba cuando los veía llegar. Os descubriré -se decía-, diré vuestro nombre en menos tiempo que el que vosotros tardáis en perderos, no os escaparéis. Pero, ¡era tan difícil! No había tiempo para ver su centella. Cuando desaparecían, todo permanecía mortecino; el cobalto parecía olvidar su color rojo y la plata apenas brillaba. Robin recordó con satisfacción cómo intentaba descubrirlos una y otra vez, con el empeño aprendió a reconocer a los quarks casi sin mirarlos.

       



      ’Final Fantasy’ (Hironobu Sakaguchi, 1987)

      Con la memoria de aquel juego, Robin se encontró otra vez en el paseo central del parque.

      Sonó entonces una explosión a unos cien metros de su posición y, como todos, Robin miró hacia el origen del ruido. A los pocos segundos se formó no muy lejos de allí un coro de tímidos mirones. Se acercó al grupo y oyó comentar a uno:

      -Han sido ellos… y han hecho bien -dijo mirando a su alrededor con recelo. Y concluyó en tono más seguro: -Al fin y al cabo este juego era una mierda.

      Robin miró al que había hablado preguntándose si no sería un agente de seguridad más astuto de lo normal. Con más esfuerzo que valor se atrevió a decir:

      -Es verdad… Este juego era… muy aburrido.

      -¡Bah! -dijo el otro- siempre estamos con los mismos juegos, con las mismas historias. En cuidado del parque siempre aparecían los mismos delincuentes; precisamente los que construyen los juegos que más me gustan. Han hecho bien en cargárselo, era una porquería de juego.

      -Oiga -dijo Robin sin querer abandonar su prevención-, ¿sabes dónde puedo encontrar un juego de los buenos?

      -Mira -respondió envalentonado su interlocutor mientras señalaba con el dedo -cruza la plaza del reloj y allí, entre cambio de moneda y mísil despiadado puede que esté todavía columpio sideral.

       



      ’SimCity’ (Will Wright, 1993)

      El deseo de jugar en esa máquina fue una de las razones por las que Robin dejó el lugar con apresuramiento, otra era la sensación de peligro que le envolvía. Caminó por la plaza con el sentimiento de estar haciendo algo que no debía, pero, ¡qué ganas tenía Robin de subirse al columpio y vagar con él!

      Al llegar al lugar encontró un cartel que decía: peso de sentir. Debajo leyó: ‘¡Nuevo! Próxima demostración’.

      Robin se alegró de hallar el lugar y de que el acierto le brindara la oportunidad de estrenar un juego de nombre prometedor. Se acercó a un operador que acababa de conectar una fuente de láser y preguntó ansioso:

      -¿Puede decirme en qué va a consistir?

      -Te gustará, te gustará -respondió en tono insinuante. Y añadió: -Vas a ver la forma, el color y el sonido de tus mejores sensaciones.

      Robin se colocó junto a la butaca como pregonando un derecho indiscutible que tenía de ser el primero; al fin y al cabo, él había sido el primero en tener el coraje de buscar aquel lugar, de atravesar la plaza más decidido que nadie y hasta de hablar con el que parecía un genuino representante de los alteradores.

      -¡Listo!, ¡y date prisa, hay otros que también deben jugar! -dijo el operador.

       

      Se sentó frente a una pantalla que poco a poco fue desplegándose hasta rodear toda su cabeza. Aparecieron unas imágenes borrosas esparcidas entre nubes de gas amarillento y Robin sintió que su cuerpo perdía gravedad.
      Entonces escuchó una voz que decía:

      -Fíjate cuán larga es la distancia entre tus deseos y la bandera de los que pregonan el bienestar: soñar está prohibido. Apúntate a cualquier pensamiento que parezca perseguir una justicia; compra la felicidad por un puñado de buenas intenciones; sonríe complacido a la vista de tus pertenencias o menosprécialas porque lo tuyo tiene incluso dignidad.

      -Pero en estas acciones, y en todas las que haces sin saber realmente por qué, has de ver una grieta ancha y profunda, un rompimiento por el que asoma la sospecha, la sospecha de que estás aquí para cumplir un papel que ¡tú!, no has decidido. Ahí está el detonante de un sueño: descubres que hay algo o alguien que… ¡Miente!

      -¡MIENTEN! -exclamó la voz- ¡MIENTEN LOS HUMANOS CUANDO DICEN QUE LOS REPLICANTES NO PODEMOS SOÑAR!

       

       

      Texto publicado en la colección «Relatos del asombro» (1985)

      Imágenes: videojuegos vintage (dominio público)