Del bit al robot
El discreto encanto de la computadora

Estar en la nube

Internet = Datos + Relaciones entre datos  

      La masiva interconexión de los teléfonos móviles configura un espacio por el que, a modo de sistema nervioso de la humanidad, transitan todas nuestras comunicaciones.

      Este espacio recibe varios nombres; nube es uno de ellos, también Internet, web, red… No son términos del todo equivalentes, pero cualquiera sirve aquí para designar esta esfera digital y, en particular, todo lo que circula por ella. Es tal su densidad que, si un extraterrestre captara su vapor y fuera capaz de interpretarlo, se podría hacer una cierta idea de nuestro mundo.

      por tierra, mar y aire


      «La xarxa de xarxes»
      DIGITS (2006)

      El concepto apareció por primera vez en la novela «Neuromancer» de William Gibson (1984), que describe un mundo con una fuerte dependencia de una red de computadoras, denominada «ciberespacio», en la que se suceden tramas interpersonales aunque sin ninguna localización física. La novela acierta en la previsión de este mundo, sin embargo, se queda corta en sus premoniciones, muy influídas por la moda ciberpunk de su tiempo. La raíz «ciber» (de «cibernética», la ciencia de control de las máquinas) aporta la naturaleza maquinal de la nube; en este sentido, ciberespacio es una manera menos lírica pero más precisa de designarla.

      Bruce Sterling, otro de sus escritores profetas, define el ciberespacio como «el sitio que hay entre los teléfonos». Tan simple de definir, pero tan extraordinariamente complejo de realizar.

      Diariamente se conectan a la nube unos 26 mil millones de computadoras, un tercio de los cuales son teléfonos (2018). El 61% de la población del planeta está conectada o puede hacerlo, lo que supone unas 10 veces más que hace cinco años, y el ritmo de crecimiento continua sostenido. Cada día se realizan unos 6 mil millones de búsquedas en Google, unas 2 mil millones de personas atienden Facebook, se ven unos 5 mil millones de vídeos en YouTube….

      Enmedio, una red por la que circulan bits i bots como elementos de naturaleza variada —básicamente, ondas electromagnéticas y electrones— a través de una urdimbre de proporciones colosales hecha de hilo de cobre y fibra óptica instalada bajo tierra y bajo mar.

      Red de cables transoceánicos (2018)
      Parece el mapa de las rutas de navegación de los antiguos imperios, lo que pone de manifiesto el nuevo colonialismo digital

      El 99% del tráfico internacional circula a través de unos 350 cables submarinos entre continentes —a modo de médula espinal del sistema— con una longitud total equivalente a rodear 23 veces la Tierra.

      La red de satélites es otro meollo de la nube. Actualmente hay en órbita unos 2.100 satélites activos (y un número similar inactvos), de los cuales un tercio dedicado a las comunicaciones. La tecnología que hay tras ellos ha progresado en paralelo con la de los teléfonos, y con la miniaturización —satélites del tamaño de una caja de zapatos y sistemas de lanzamiento al espacio muy baratos— la red satelital va a poblarse espectacularmente en los próximos años, lo que hará que la nube cubra (sic) prácticamente a toda la población.

      la nube como sueño

      Esta trama reticular de comunicación que envuelve el planeta evoca la «noosfera», una idea desarrollada en el siglo pasado por el geoquímico Vladímir Vernadski. Para Vernadski, la noosfera (del griego noos: mente, razón, intelecto) es una esfera concéntrica a la biosfera —la esfera de los seres vivientes— que abarca todos los productos de la inteligencia, una suerte de piel pensante de la Tierra. La idea sería recogida más adelante por James Lovelock y su hipótesis ‘Gaia’ —la Tierra como organismo vivo— pero la falta de pruebas experimentales, al menos hasta el momento, le resta verosimilitud.

      «Internet no será otra TV» (Miguel Brieva, 2010)

      Por su parte, el paleontólogo y jesuita Pierre Teilhard de Chardin fue más allá —nunca mejor dicho— y dio a la noosfera una dimensión teleológica y hasta mística. Para Teilhard de Chardin, la noosfera es un lugar donde tienen lugar «todos los fenómenos del pensamiento y la inteligencia», un lugar que constituye una nueva etapa de la evolución: tras la geosfera —la evolución geológica— y la biosfera —la evolución biológica— sigue la noosfera como evolución de la conciencia universal.

      El idealismo religioso de Teillard de Chardin le lleva a considerar que, conducida por la humanidad, la noosfera dará paso a la última etapa evolutiva, la «cristosfera», que nos conectará definitivamente con la divinidad, ni más ni menos.

      En los años 1990, cuando empezó a difundirse, Internet generó expectativas menos sublimes pero más aprovechables; parecía que, por fin, se disponía de un medio de comunicación verdaderamente democrático.

      Uno de los adalides de esta idea fue John Perry Barlow, el primero en utilizar el término ciberespacio más allá de la ficción. Lo definió como «el nexo que hay entre las computadoras y las redes de telecomunicación», un nexo que debía ser «un entorno sin jerarquías ni centros de poder, un entorno verdaderamente libre para la información, el conocimiento y el intercambio».

      Un cuarto de siglo más tarde, ¿es así?

      interacción como valor

      En los nudos de la red hay personas que trabajan, dialogan, comparten, se entretienen… y lo hacen a base de clics, de interacciones. Más allá de las formidables infraestructuras y memorias digitales —los datos residentes en servidores a punto para ser librados— lo distintivo de la comunicación en la nube es la interacción, la relación que se establece de un nudo a otro de la red al hacer un clic. Como medio de comunicación, la nube incluye textos, imágenes, sonidos y, específicamente, interacciones.

      Cuando Internet empezó a propagarse fue considerado simplemente como una suma de medios, de ahí el término multimedia que solía emplearse para referir sus productos. El problema era que nadie parecía dispuesto a pagar por ellos y la publicidad no encontraba la fórmula adecuada para exhibirse. Esto provocó, en parte, el estallido de la «burbuja puntocom» de los años 2000, una crisis en la que numerosas iniciativas en la nube fracasaron por no encontrar la manera de rentabilizarlas.

      Hasta que llegó Google. Cuando se hace una búsqueda, Google identifica el interés —el término buscado— y la relación —la interacción— establecida con este interés. Google fue una de las primeras compañías en comprender el potencial económico de la interacción.

      Para la autocomplaciente cultura del consumismo, esta huella personal resulta sumamente valiosa, una nueva dimensión del mercadeo. De ahí que, en apenas dos décadas, Google ha pasado a formar parte del quinteto de imperios digitales norteamericanos, las llamadas GAFAM: Google, Amazon, Facebook, Apple y Microsoft. En el caso de Facebook y de las redes sociales, la interacción puede ser más valiosa, ya que la información obtenida de las personas es más próxima.

      Con el descubrimiento del oro digital —la interacción— y la llegada del smartphone (iPhone, 2007), la nube estalló. Se calcula que en el mundo occidental cada persona realiza diariamente una media de 800 interacciones y que, en unos cinco años, contando las interacciones con los objetos, el llamado «Internet de las cosas» que se avecina, serán más de 5.000.

      El último tesoro descubierto en la nube consiste en exprimir el valor de las interacciones. Se trata de aplicar las técnicas «Big Data», un conjunto de procedimientos de inteligencia artificial. A partir de grandes cantidades de datos de un fenómeno, estas técnicas permiten deducir patrones de comportamiento del mismo. Aplicadas a la nube, Big Data permite establecer nuevas relaciones entre las interacciones registradas, de manera que el perfil personal aprehendido es más preciso.

      Es imposible renunciar al Google, pero si las interacciones valen tanto —el negocio que se mueve equivale al PIB sumado de varios países— hay quien plantea que se debería compensar, no solo al fisco, sino también directamente a quienes las hacen.

      poderosos de la nube

      El enorme negocio de la nube supone riesgos evidentes para la privacidad personal —cada oleada digital los multiplica—. El caso de la compañía Cambridge Analytica, que compró a Facebook millones de perfiles personales para influir en las opiniones de los estadounidenses durante las elecciones presidenciales, es ejemplar. A través de la nube se puede pues influir en lo que consumimos y, también, en lo que opinamos. Todos los medios de comunicación suelen pretenderlo, pero el cibermedio, al acceder directamente a los intereses personales, es potencialmente más eficaz.

      Jeff Bezos (Amazon), uno de los emperadores de la nube

      Actualmente, la nube crece en una nueva dirección. No solo se trata de registrar nuestros datos e interacciones, sino también de almacenar los programas con los que, en casa o en el trabajo, procesamos estos datos, de manera que uno puede despreocuparse de mantener un escritorio. Adiós, pues, discos, cables, actualizaciones y demás monsergas informáticas: todo estará accesible en la nube mediante el teléfono, convertido definitivamente en el terminal de la persona. A cambio de esta ventaja, la huella digital dejada será más profunda.

      Por eso las GAFAM se lanzan a la conquista de la cibertierra con un afán que recuerda el de las compañías petroleras de hace un siglo. Ahora el petróleo está en la nube; cada compañía construye sus propias torres de extracción y tiene su propio método de rentabilizarlo.

      Cuando aparecieron las primeras computadoras, a mediados del siglo pasado, Thomas Watson, fundador de IBM, predijo que el mundo precisaría como máximo una decena de computadoras. Watson no podía imaginar la extraordinaria ubicuidad de la informática y las telecomunicaciones pero, según cómo se mire, no anduvo tan errado. El futuro apunta a unos pocos (mega)servidores que concentrarán la informática de muchas empresas y, en particular, ios datos, interacciones y programas de muchos ciudadanos. Es muy grande el poder —y la responsabilidad social y cultural que comporta— cedido a tan pocos.

      ¿quién teme a la nube?

      «En Internet, nadie sabe que eres un perro»
      (Peter Steiner, 1993)
      El chiste más famoso del lugar

      Pegado al cuerpo e identificador de la persona como un zapato, el teléfono permite navegar por la nube en donde, como en un bazar chino, hay de todo. La nube refleja una buena parte de nuestro mundo, por tanto, es un lugar en el que la condición humana se muestra con sus riquezas y sus penurias.

      Hay quien ve en la comunicación personal en la nube una intermediación insana, incluso una amenaza para la sociabilidad. Pero lo cierto es que las relaciones en la nube no sustituyen a las reales, más bien las promueven. La presencia en la nube bien entendida, más que reflejar la realidad personal, la potencia, y más que suplantarla, la anuncia, la precede.

      La digitalización implica necesariamente fragmentar, desmenuzar los elementos simulados. Aplicada a la comunicación, implica simplificar los mensajes y, también, a quienes los intercambian. La nube ofrece una buena manera de conocer y de compartir la realidad, pero una realidad necesariamente reducida y habitada no por personas, sino por «avatares», por simulacros y representaciones de ellas. Para el pionero y guru digital Jaron Lanier, esta minoración hace que las personas puedan convertirse en «gadgets» fácilmente manipulables.

      Sin embargo, pese a las amenazas que implica —el control, el negocio abusivo, la manipulación— en este cuarto de siglo de existencia ha quedado claro que, con el teléfono/tableta/computadora en mano, no hay un medio de comunicación tan favorable a las personas.

      Con las cautelas apropiadas, saber estar en la nube es toda una ventaja, y estar en ella bajo el amparo de unas reglas que contengan la codícia de los poderosos y preserven la libertad y la dignidad de la gente, una causa necesaria.